lunes, febrero 06, 2006

LA VENGANZA DE DON QUIJOTE

Capítulo nosecuántos

LA VENGANZA DE DON QUIJOTE

que trata del artificio para desfacer el grande entuerto del malandrín y de otras maravillas que el lector leerá

Manuel Talens


Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin.
Jorge Luis Borges, La espera


Sacha Talens: Ofrenda a Dulcinea (tinta sobre celofán)

Le encantaban los espejos, la literatura fantástica, la electrónica y las enrevesadas hazañas de la Biblia. David Menahen descubrió la fantasía como todo el mundo, cuando tuvo el suficiente raciocino para darse cuenta de que la imagen de su cuerpo frente a la luna del armario se correspondía con la realidad, pero era inexistente, intangible.
La veneración por la literatura fantástica le vino después. Sin duda animado ante el embeleso por los espejos que observaba en su nieto, el abuelo de David le regaló a los ocho años una edición infantil de Through the Looking-Glass and What Alice Found There, de Lewis Carroll. Ni que decir tiene que el niño leyó el libro con pasión. A partir de entonces observó con ojos distintos la biblioteca de su abuelo, una soleada pieza repleta de volúmenes que revestían por completo las cuatro paredes. Empezó a leer por el anaquel inferior de la derecha, según se entraba desde el rellano de las escaleras, y fue avanzando en dirección al Sur, luego al Este, después al Norte y a continuación al Oeste, para por fin cerrar el círculo cuadrado del anaquel, de nuevo en dirección al Sur, tras haber convergido con sus lecturas en el lado izquierdo de la puerta. Necesitó cuatro años para completar el primer anaquel, durante los cuales engulló buena parte de Lovecraft, todo Asimov, Dracula, de Bram Stoker, Frankenstein, de Mary Shelley, las obras completas del francés Jules Verne, The Adventures of Huckleberry Finn, de Mark Twain, el falso orientalismo de Salgari y los falsos apaches de Karl May, cientos de relatos de autores olvidados e incluso algunas obras de un magnífico escritor argentino traducido al inglés. Quizá fuese The invention of Morel, con sus infinitas posibilidades de amoríos intangibles, la novela que despertó la futura curiosidad de David por la electrónica de implicaciones metafísicas.
Los Menahen residían en Burwell, un diminuto pueblo de Nebraska cuyos escasos habitantes, habituados a las soap operas de la televisión, encontraban incomprensible una familia libresca como aquélla. Pero en realidad los Menahen no vivían allí, sino en mundos de ensueño. Criaron fama de gente rara.
A los doce años, ya erudito en ciencia ficción, David Menahen subió de grado y atacó el segundo anaquel. Catorce meses después, cuando avanzaba de nuevo en dirección al Sur, se topó con un libro de título curioso: The Adventures of Don Quixote, by Cervantes (translated by J. M. Cohen and published in England by The Chaucer Press, 1950). Le preguntó a su abuelo por el hallazgo.
–Es la historia de un hombre que se trastornó de tanto leer y luego quiso aplicar sus lecturas a la vida de todos los días. Por supuesto, se dio de bruces contra la realidad.
David tardó siete semanas en terminar la novela. Se detuvo con delectación en el episodio de los molinos de viento y llegó a aprender de memoria el discurso de Don Quijote a los cabreros sobre la ignorancia antigua entre las palabras tuyo y mío. Tomó buena nota del cuerdo delirio del caballero de la triste figura y nunca olvidó su infortunado destino.
Su afición por la Biblia se forjó años más tarde, en el quinto anaquel, cuando David estaba a punto de iniciar sus estudios de electrónica audiovisual en el Massachussets Institute of Technology, tras haber obtenido providencialmente una beca de la Fundación Donahue gracias a sus excelentísimos resultados escolares, situados por encima del noventa y nueve percentil de los estudiantes del país. La familia Menahen, de origen lejanamente sefardí, no practicaba religión alguna y el único culto doméstico era la literatura, por lo cual la Biblia, incluido el Nuevo Testamento cristiano, formaba parte de la biblioteca como una novela de novelas. La edición que leyó el muchacho era un precioso facsímil de la vieja traducción de Wiclif, editado en Boston en 1924.
Los años universitarios de David Menahen en los alrededores de Cambridge (Massachussets) fueron febriles en lo científico, pero de poco esparcimiento extracurricular. No disponía de dinero extra para compartir vida social con sus compañeros de curso, por lo que pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio en el pequeño taller de electrónica que había instalado en el ropero de su minúsculo apartamento. La embriagadora actividad de los microcircuitos, combinada con la lectura espesa de tratados económicos subversivos y con el tierno contrapunto de las parábolas evangélicas terminaron por atrofiarle las neuronas de la codicia, lo cual dejó vía libre al desbordamiento mesencefálico de la hormona del amor. Pronto corrió la voz en el MIT de que era un tipo raro. Hay estigmas familiares que a uno lo persiguen vaya donde vaya.
Fue por entonces, exactamente el 17 de mayo de 1988, cuando puso a prueba con éxito su primer experimento. En apariencia la invención se trataba de un televisor Sony como los demás, pero David había sustituido los microchips del circuito primario, made in Japan, por otros de producción propia con soldaduras covalentes de titanio paranormal y durante unos minutos, en la soledad de su ropero, fue el único ser humano sobre la tierra que logró contemplar en la pantalla, con diecisiete años de antelación, una escena aterradora de un hombre con indumentaria color naranja en un entorno tropical. Su cara le resultó familiar cuando la cámara lo enfocaba en primer plano, pues reconoció en seguida el rojo hemangioma de nacimiento, en forma de corazón, que se le destacaba en la mejilla.
Pero aquel invento revolucionario, y al mismo tiempo secreto, provocó un fallo imprevisto: el tendido eléctrico del estado de Massachussets se sobrecargó de tal manera con la avalancha de energía sobrenatural que al cabo de seis minutos de retransmisión premonitoria hubo un corte de luz generalizado que aún recuerdan en New England como una pesadilla, pues se necesitaron tres días para repararlo. David, por miedo a que las investigaciones policiales llegasen a descubrir que él había sido el autor material de un desastre que ocasionó pérdidas económicas multimillonarias, hizo desaparecer la prueba tangible de su culpabilidad en el fondo del río Charles. Al fin y al cabo, se dijo, lo importante es tener la fórmula en la cabeza.
Su camino de allí en adelante, ahora ya lo sabía, estaba trazado. Terminó los estudios con el número uno de su promoción y sorprendió a todo el cuadro profesoral del MIT al anunciar que renunciaba a una carrera académica. Dio la excusa de que no podría soportar las presiones que ésta ocasiona. Regresó a Nebraska, aceptó sin dudarlo un oscuro puesto de programador informático en una compañía electrónica de Omaha, alquiló un bungalow en el suburbio de Laplatte y se puso a la labor. El trabajo en Northern Digital Unlimited Co. le proporcionaba suficiente dinero para sobrevivir y continuar por las noches, en el sótano de su casa, las investigaciones cuánticas sobre ondas hertzianas de logaritmo inverso cargadas de iones telehipnóticos provocadores de verdad.
Era un hombre solitario. Nadie le conoció mujer, si bien las pesquisas posteriores que llevó a cabo la brigada científica –por medio de un software ultrasofisticado de recuperación de datos informáticos– descubrieron que el disco duro de su portátil clónico personal había mantenido conexiones asiduas a través del chat con una dirección electrónica de San Francisco, dulcinea@hotmail.com, y que aquellos intercambios virtuales alternaban análisis de crítica literaria, descripciones semióticas de iconos telesensitivos, fórmulas euclidianas incomprensibles y apasionadas cartas de amor.
La biblioteca que David fue reuniendo llegó a superar a la de su abuelo. Se enfrascó tanto en la lectura de libros científicos y en las ecuaciones del proyecto de su vida que olvidaba con frecuencia hasta el aseo personal. Cualquiera hubiese podido tomarlo por el espíritu del hambre. El rostro se le quedó enjuto. Los ojos, sin embargo, le brillaban al mirar. Era alto y seco, se ataviaba con ropa de saldo del Salvation Army y la grotesca figura que componía al circular por las calles, subido en su vieja bicicleta y con el paraguas en ristre, promovía la sonrisa de los vecinos. Los perros ladraban a su paso. Parecía un caballero andante posmoderno.
Sólo en su taller se sentía feliz. El sótano estaba atiborrado con montones de aparatos, microchips, procesadores, circuitos impresos, antenas retroparabólicas, módulos de visualización bidireccional, tiristores, cámaras digitales de alta definición, módems, conmutadores inalámbricos, magnetos, radares, escáneres, deuvedés, disquetes, cederrones, espectrógrafos, diodos, resistencias, dispositivos de gestión de relés, cables de multiconducción en vacío y un sinfín de artilugios más, todos ellos multiplicados hasta lo eterno por espejos de trampantojo en las paredes, que previamente hizo instalar con el objetivo de nutrir la fantasía. Nadie escapa a los recuerdos de la niñez.
Su plan avanzaba con lentitud, pero sin descanso alguno. En la Navidad de 2003, cuando ya peinaba algunas canas en las sienes, se sintió preparado para actuar. Tenía casi un mes por delante. Cronometró varias pruebas simuladas en circuito cerrado de televisión y calculó todos los detalles con la exactitud matemática que había definido su existencia.
Por fin, el 24 de enero de 2004, justo cuando todas las cadenas televisivas nacionales conectaron con el Congreso en Washington para retransmitir en directo el discurso sobre el estado de la nación del presidente George W. Bush, David Menahen apretó el interruptor de su flamante artefacto. La suerte estaba echada. El hardware emitió un zumbido y se puso en marcha. El primer mandatario sonreía con mansedumbre en las pantallas del país.
–Señor Presidente de la Cámara, Vicepresidente Cheney, miembros del Congreso, distinguidos invitados y conciudadanos –dijo con su inconfundible acento de Texas–, esta noche, Estados Unidos es una nación llamada a hacerles frente a grandes responsabilidades. Y estamos poniéndonos a su altura para cumplir con ellas –respiró hondo y continuó–: Soy un embustero, mentí en la guerra contra Afganistán y volví a hacerlo en la de Irak. Estaba al corriente de que Sadam no tenía armas de destrucción masiva, pero necesitábamos su petróleo para seguir alimentando el imperio y por eso provocamos el conflicto. El gobierno de este gran país es hoy en día culpable de genocidio y de grandes actos terroristas contra la humanidad…
Pero entonces, el artefacto de David Menahen volvió a fallar de la misma forma que aquel otro construido en 1988. La electrónica nanomolecular no es una ciencia totalmente exacta, al abrigo de cortacircuitos exteriores. Los ingenieros del servicio de inteligencia determinaron en su informe que el vetusto tendido eléctrico del Mid West no había podido soportar el disruptivo kiloamperaje de las corrientes telepáticas emitidas desde Laplatte contra las fuerzas hertzianas que llegaban vía satélite a Nebraska. El estado entero se quedó en tinieblas.
Al amparo de la repentina oscuridad, el porcentaje de atracos, saqueos y asesinatos aquella noche se multiplicó por tres en Omaha. Por su parte, las cadenas de televisión del país interrumpieron de manera abrupta el extraño discurso de George W. Bush y los telespectadores no pudieron presenciar la escena increíble que tuvo lugar en el Congreso, durante la cual varios agentes de FBI se lo llevaron detenido como paso inicial del impeachment de que fue objeto dos años más tarde, en marzo de 2006, convicto de atentado verbal, público e irreversible, contra el honor y la democracia de Estados Unidos.
David pasó casi toda la noche en vela en su bungalow del suburbio de Laplatte. Sólo pudo conciliar el sueño después del amanecer. En su fuero interno estaba seguro de que esta vez la suerte no iba a acompañarlo como en 1988, pues los adelantos tecnológicos del siglo XXI permitían ya que la omnipresente red antiterrorista del país localizase con exactitud la procedencia de cualquier ataque espiritual contra los medios de comunicación. Recostado en la cama, tomó en sus manos la Biblia que solía ojear por las noches desde sus años adolescentes. Pero esta vez no la abrió al azar, sino que fue directo al Evangelio de Juan, buscó el capítulo 18 y, con premonición, recitó en voz alta los versículos 1 al 13. Tenía miedo, pero se sentía satisfecho de su hazaña. El malandrín había mordido el polvo, la escena entera de la confesión estaba grabada en su deuvedé y seguramente en los de millones de hogares de América del Norte. Don Quijote acababa de vencer a los molinos de viento. Por una vez, se dijo, aunque sólo fuese por una vez, la fantasía logró ser más poderosa que la realidad.
Se quedó dormido entre sudores fríos. Soñó que corría junto a Alicia y que los dos cruzaban del otro lado del espejo. Al llegar a un monte con olivos la perdió de vista. Había amanecido y la brisa de la mañana le pareció sombría. Era ya (lo supo con la certeza de los sueños) el 25 de enero de 2004. La presencia de dos desconocidos, no el ruido de la puerta cuando éstos la abrieron, lo despertó. Altos en la penumbra del dormitorio, pero bajos los ojos como si el peso de las pistolas que empuñaban los encorvara, los agentes federales lo habían descubierto, por fin. David Menahen no opuso resistencia y se dejó llevar, sin decir palabra, con las manos esposadas a la espalda. Le vendaron los ojos y lo trasladaron por aire a un lugar desconocido. Horas después, durante el interrogatorio, tampoco abrió los labios, ni siquiera cuando le aplicaron electricidad en los genitales. Estaba mentalmente preparado para resistir. Por último, en un cuarto sin ventanas lo fotografiaron de frente y de perfil mientras un anónimo funcionario en mangas de camisa recitaba ante una grabadora, con voz monocorde, «varón caucásico, seis pies de altura, ciento treinta y ocho libras de peso, signo distintivo en la mejilla izquierda, una mancha roja en forma de corazón».
Luego, lo despojaron de todo, de sus ropas, de sus documentos de identidad, de su pasado, y un agente hispano de contrainsurgencia le entregó una bolsa con el definitivo uniforme color naranja. Al despuntar el día, desde el aeropuerto militar de Andrews, un avión despegó con rumbo a Guantánamo.

www.manueltalens.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buen cuento, cañero y bien escrito. Ese Talens tiene estilo, joder. Enhorabuena, María